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Un día más

4 A.M. Hora de levantarse. El campo no se iba a trabajar solo; le esperaba una larga jornada de diez horas, esperando poder conseguir el dinero necesario para cuidar a los que ama.

Al levantarse, recordó su infancia, y una ola de tristeza disfrazada de melancolía asoló sus pensamientos. Desde chico, había aprendido a luchar, a trabajar, a sacrificar sus sueños por cuidar a los que más quiere. Ser el más grande de seis hermanos no había resultado tarea fácil, pero había sabído salir adelante. Él, al igual que muchas personas en su localidad, había tenido que sacrificar sus estudios; no porque él quisiera, sino porque la vida así lo dictó. El pequeño Carlos, de 15 años de edad,  tuvo que trabajar  para darle sustento a su familia, una familia que recién había perdido a un gran hombre, una familia ahora desprotegida, una familia rota.

Desde entonces, Carlos supo que la vida no sería fácil para él, entendió que no habría tiempo para juegos, para diversiones, para estudios... para nada. Ahora, de él dependían sus hermanos y su madre. Su destino sería similar al de su padre, así como el de éste fue similar al de su abuelo. Así había sido su familia, de generación en generación, parecía no tener fin.

Carlos volvió un momento al presente, observó a su hijo más joven tendido en la cama, y todo lo que pudo hacer es sentir impotencia por no poder hacer nada para impedir la situación que lo postraba.

Dando saltos entre la tierra, salió de su casa. Este día no habría desayuno, pues la comida sólo era suficiente para los niños, -De cualquier forma comí ayer- pensó.

Después de casi una hora de camino, llegó al sembradío. Observó los campos donde debería haber vainas por millar, pero ahora eran contadas las apariciones; la cosa iba mal para todos. Se acercó a una cabaña improvisada donde todos los trabajadores acostumbraban dejar sus cosas y tomar el material necesario para la jornada. Carlos no tenía «cosas» que dejar, por lo que sólo se acercó para tomar el material. A lo lejos, se podía escuchar la radio: «¡Amigo campesino!» -rezaba el comercial- «¿Estás en una situación difícil? ¡Nosotros te apoyamos! Sólo tienes que acudir a alguna de nuestras sucursales...».

Carlos tomó una canasta del tamaño de un cazo y se dispuso a partir hacia los sembradíos. Alarcón, el capataz, lo veía a lo lejos desde hacía rato, pero Carlos no le había tomado importancia hasta que Alarcón comenzó a caminar hacia él. Sus pasos reflejaban intranquilidad, algo raro en su personalidad. «Carlos, necesito hablar contigo» -inquirió Alarcón.

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